jueves, 29 de diciembre de 2011

El Campeón de tomar whisky

Pocas sensaciones se comparan a salir campeón. Ser campeón, sentirse en ese momento el mejor de todos los que participaron de alguna competencia es una de esas cosas que dan el paso al lugar común “tenés que vivirlo para saber cómo es”.

Julio César se jacta de haber sido un defensor práctico dentro de una cancha de fútbol, cancha que  siempre tuvo más de potrero que de otra cosa, en el Concepción de aquella época. Demasiado bajo para ser “Fullback” o “Stopper”, imagino que habrá sido un lateral rústico, reventando todo lo que le pasaba cerca. 

Digo “imagino” porque pocas conversaciones futboleras tuve con Julio. A él le gusta más el box, y a mi…menos.

Año 1976. Río grande, provincia de Tierra del Fuego. Pueblo de petroleros. Julio César manejaba un comedor. Llegaban a desayunar todos los días a las 6 am los trabajadores.
Julio había llegado desde San Juan a ganarse la vida en uno de los puntos más australes de Argentina. Allí vivía, desde hacía unos años antes de que él llegara, su hermano, Hugo. En Río Grande conocieron a El Sopa, gigoló del lugar. Río Grande era pueblo de prostíbulos, además del petróleo. El Sopa, entre otra de sus ocupaciones, era el Campeón de Tomar Whisky de la ciudad. Hugo, entonces empleado de YPF, le presentó a Julio a El Sopa.

Para ser campeón de algo, se necesita de espíritu competitivo. Muchas veces, los campeones son (y deben serlo) ostentosos y fanfarrones. El Sopa no tardó en contarle de su título a Julio. Julio aceptó el consecutivo desafío que le propuso el Campeón.

La cuestión era tomar whisky hasta que uno de los dos quedara en pie, más o menos literalmente. El que abandonaba, perdía, el que caía o se quedaba dormido, lo mismo. Julio acumulaba años de calle. Toneladas de noches (supongo que El Sopa también). Ahí nomás, planteo su estrategia. Aceptaría el desafío pero con la condición de no tomar más de un trago en el mismo bar.
Río Grande en ese momento tenía dieciocho bares o whiskerías o puteríos, como quiera llamarle. Nueve de cada lado de la avenida. Otra de las condiciones del contrato era el pago: pierde paga, como en el barrio al metegol o al pool.

Comenzaron con la cena en el comedor de Julio y de ahí, a los bares. Entre trago y trago, Julio recorría los lugares, bailaba. El Sopa se quedaba mirando, hablando. La primera vuelta, de 18 fechas terminó. Julio diría que fueron los primeros 18 rounds pero yo soy más futbolero que amante del pugilismo. Antes de dar la segunda vuelta y, habiendo tomado más de una botella de whisky entre los dos (según los cálculos de Julio), El Sopa claudicó. Julio, que había transpirado la camiseta con whisky en las pistas de baile, se fue rápido al comedor a preparar el desayuno, portando el título de Campeón de tomar whisky de Rio Grande.
De chico, lo pasaban a buscar para jugar al fútbol, aunque más seguido lo hacían para pelear a cambio de unas monedas. Era amante del box, claro. 

domingo, 7 de agosto de 2011

El imbatible link olfativo

La idea que mueve a la película “Eterno resplandor de una mente sin recuerdos” o “Eternal sunshine of the spotless mind” (Michel Gondry, 2004) es, ante todo, original e interesante. Además, podría ser un negoción. Quién no pagaría mucha plata por zafar del sufrimiento que suelen causar algunos recuerdos, por borrar de cierta capa del cerebro cuestiones que se han guardado en nuestra memoria. La hipótesis de que la no consciencia de ciertas cosas es necesaria para ser feliz, se comprueba en este caso. Joel (Jim Carrey) busca una salida rápida a su dolor (causado por una desazón amorosa) sometiéndose a un aparato que destruye todos los recuerdos relacionados con su ex, Clementine (Kate Winslet), quien ya había acudido al mismo método. Ese es, más o menos, el hilo de la historia del film.

En la vida real, en la generalidad de los casos, nuestra memoria no es “volátil”, no se borra. Al menos las cosas importantes. Y, por supuesto, es el caso de los recuerdos poco agradables. A pesar de esto, creo que es probable controlar, del mar de memorias, a casi todos. Sin embargo existe un tipo de ellos que es casi imposible derrotar y del que, según recuerdo, en “Eterno Resplandor” no se hace mención: los olores, perfumes, aromas.

El link ultraveloz que significan los olores transporta inexorablemente a un recuerdo. En este aspecto, no se diferencian de las imágenes. Pero estas últimas, reminiscencias pensadas en formas visuales impresas en la memoria, pueden ser contrarrestadas por su esencial condición: son más figurativas.
Bien sabido es que siempre es más sencillo pelear contra lo que se ve que contra lo invisible. No es este el caso del sentido del olfato. El enlace es más impreciso, transporta a un recuerdo más vago pero no menos trascendente ni arraigado. Y en nuestra inmensa curiosidad nos adentramos en el archivo para saber el momento exacto al que nos trasladan esos olores. Y ya estamos demasiado adentro del laberinto como para pretender volver. Es el paso previo e irrenunciable, a esas alturas, hacia la melancolía o al mero recuerdo.
La melancolía viene adornada por un sabor agridulce que da el tiempo. Este cubre con una máscara sedosa el pasado no tan inmediato. Sin embargo, ser consciente de ello no impide ser timado por recuerdos falaces; por lo que es casi imposible abstraerse de la melancolía, en mayor o menor medida.

Hoy me lavé las manos con un jabón que rememoraba otra época y fue ya demasiado tarde para evitar la derrota, enlazado por los imbatibles aromas.

sábado, 9 de julio de 2011

Boquita y el Papa

Hace unas semanas, la Iglesia Católica publicó una investigación que aseguraba que las violaciones de los sacerdotes a niños fue culpa de los sesentas, de las ideas, la revolución y los excesos de la década, más precisamente. ¿Cómo se toma una noticia de este tipo? El humorista estadounidense Bill Maher (Real Time, Religoulous) lo hace gracioso. Es su trabajo. Es gracioso, él y la noticia presentada de esa manera. Pero la risa dura un ratito. Después vuelve el sentido común que nos hace saber que algo anda mal, que algo puede ser gracioso en boca de un tipo divertido y puede al mismo tiempo ser cruel. La imagen de un cura o miembro de la Iglesia aprovechándose de un niñito le quita el chiste al tema. La Iglesia Católica se nos caga de risa con estas “investigaciones”. Bill Maher lo hace más digerible.
Cuando el sentido común cede su lugar a la reflexión, entendemos que la religión puede ser dañina. Nos enseñaron lo contrario, de chicos. Nacimos así, católicosapostólicosromanos. Y es como ser hincha de Boca o de River. Es el mejor equipo del mundo, tenemos las canciones y los rituales, y lo defendemos a muerte, hasta la muerte. Mi equipo que se llama católicoapostólicoromano, su capitán y número diez es el Papa, es el mejor y único en el mundo. Los demás no existen. Los demás son pechosfríos que la tienen adentro. La religión es dañina cuando dice estas cosas. Cuando las mujeres no tienen cabida en los mandos jerárquicos, cuando el Papa (el capitán del mejor equipo del mundo) va a África y les dice a los más castigados por el sida que no hay que usar condones porque sino Jesús se enoja. La religión es dañina cuando se alinea con la peor derecha, cuando le guiña el ojo al terrorismo de Estado, cuando nos hace creer que los homosexuales están enfermos, cuando nos dicen que nuestro equipo es el único y mejor del mundo y los demás no existen o son ridículos. Pero bueno, todo eso ya lo sabemos. Nada nuevo puede decirse; para qué decir de nuevo ciertas cosas, podría ser la pregunta, si los genios de la Iglesia van descubriendo las raíces del mal en terrenos tan sorprendentes como increíbles.
Tal vez la Iglesia maradoniana sea una buena respuesta para quienes buscan por el lado del espíritu.

Links!
http://topics.nytimes.com/top/reference/timestopics/organizations/r/roman_catholic_church_sex_abuse_cases/index.html


Hhttp://es.wikipedia.org/wiki/Iglesia_maradoniana

El primer grito de guerra

Partidoooooo! El alarido duraba pocos segundos y no hacía falta ver lo demás para saber lo que se venía. Una pelota con cascos roídos por el hormigón volaba al cielo y se perdía en el sol blanco de la siesta. Todo era simple. No había camisetas visibles. Por encima, solo el guardapolvos. Todos parecíamos del mismo equipo pero no… íntima y exteriormente no lo éramos. River-Boca. Así se organizaban los equipos. Para siempre, hasta el fin de la escuela primaria. No se podía cambiar de equipo. Jamás. Excepto aquellos “comodines” que decían ser de San Lorenzo o Independiente pero, se sabe, eran los menos. La popularidad de Francéscoli y del Chileno Salas era imbatible.
Partidooo! era ese grito de guerra que guardamos como primeros recuerdos. Cuando no importaba más que ganarle al rival, sin importar dónde o cómo. Dejando de lado que las zapatillas eran nuevas, que los recreos duraban 5 o 10 minutos y que el calor agobiaba. Tomábamos partido.
Por supuesto, el grito se multiplicaba en el barrio, en el club, en la casa de los abuelos… con luz, a oscuras... La alegría por el juego no entendía de cansancio ni de obligaciones.
Partido es hoy también significante de muchos significados en nuestra vida adulta. Partido al medio, partido político, tomar partido.
Lanzar el grito de guerra para tirar la pelota al cielo y empezar a jugar.
“La ambigüedad permite muchas caras
Tomar partido en nada,
 pasar por distracción”  Pedro Aznar